El amor lo cura todo y lo arruina, si no empieza por uno mismo.
Crecimos con el mantra casi inaudible (pero no por ello menos eficaz en su enraizamiento en nuestro imaginario) que el amor lo cura todo. ¡Te enamoras y el mundo brilla!
Por algo en los cuentos y películas, los protagonistas después de inmensas peripecias logran “encontrarse” y ahí, acaba la historia. Fin. Fueron felices y comieron perdices.
Sin embargo, todos sabemos que ahí, justo cuando nos “encontramos” con alguien, es cuando empieza la encrucijada. En un juego de encaje mutuo. Con placer, sin duda, pero también de aceptar la diferencia y de digerir la realidad de que nadie nos va a colmar. Por mucho que nos lo hayan vendido a lo largo de nuestra vida, por activa y pasiva.
Y volvemos a tomar contacto, con cada frustación de ese paraíso perdido, que paradójicamente, nunca tuvimos. Pero quizás vislumbramos al ser bebés con nuestra madre o hemos rozado en lo efímero del enamoramiento, y nos dejó una huella indeleble.
Nos vamos decepcionando de ese ideal y en el mejor de los casos, volviendo nuestra mirada hacia nosotr@s mism@s, buscándonos, lamiéndonos las heridas, recomponiéndonos.
Pero qué diferente, si de verdad nos creyéramos que nosot@s somos nuestro centro, no desde un narcisismo frágil (cuando decimos encarecidamente que no necesitamos a nadie, ni nos queremos implicar emocionalmente, eso es defensivo) si no real, bien colocado e integrado.
Y desde ese lugar de «encuentro con nosotros mismos«, poder vivir, sentir, crear nuestro tapiz de colores y formas variopintas. En ese interjuego continúo de dar y recibir con la vida en sus distintas fases y con las personas que nos cruzamos en nuestro caminar. Desde la calma, aceptación y amando(nos).
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